miércoles, diciembre 31, 2008

Un año queda atrás. Permanecerá en la memoria y en la carne. Las experiencias y vivencias que trajo se pegan en tu persona para continuar contigo el nuevo año que viene; y son permanentes, como una cicatriz que simboliza tus guerras y alegrías, tus sueños, encuentros y desencuentros, aventuras, esperanzas, cambios, reelaboraciones, pensamientos...
Algunos años, antes de pedir el último deseo, antes de comer la última uva, te soprendes sonriendo. La expectativa del futuro viene impregnada desde el comienzo por un fondo de tranquilidad y felicidad; las que te ha regalado el año que se va.
A veces te sientes tentado de pedir una repetición: "una vez más, por favor", "otra vez, dámelo otra vez". Y entonces te das cuenta de que, a pesar de saber que te has equivocado en muchas cosas, que has sufrido a veces, que otras perdiste de vista toda dirección..., a pesar de eso, lo has hecho bien.
Recuerdo ahora todas esas cosas, pero me pesan más todas las otras que hacen que, al final, la balanza se equilibre. Personas inolvidables, experiencias renovadoras, decisiones, perspectivas nuevas.
Mucho de esto se lo debo a unos pocos compañeros de viaje. Ellos saben quiénes son; trozos de mí ya no me pertenecen, decidí compartirlos con ellos, y nunca he estado tan conforme en un regalo. Espero haber contribuído a hacer de su año uno en el que en el último segundo se escapa la sonrisa.
Sólo me queda decir: "otra vez, por favor". Pero diferente, como no puede más que ser.

martes, diciembre 23, 2008

Philly

Es curioso como extendemos nuestros sentimientos hasta que son capaces de adherirse a las piedras. La evocación de un recuerdo que despierta una emoción dura es suficiente para atarnos a las cosas más insignificantes y vanales. Pero a la vez es bonito, y desconcertante. Esta ciudad se viene conmigo, de algún modo, de vuelta a casa.
La echaré de menos a pesar de que en ella sólo quedan ya para mí piedras.

jueves, diciembre 18, 2008

American insights

Ella pensaba que vivía bien. Al menos, pensaba que no era pobre. Cogía el autobús todas las mañanas a las 7 dirección downtown y se dirigía a su jornada de 10 horas en la tienda. Durante el trayecto pensaba, bebía su batido de fresa bajo en calorías (aunque ella sabía que no lo era realmente), se limpiaba la suciedad acumulada debajo de las uñas. Llevaba el uniforme en una bolsa de plástico de una tienda de marca; todo el mundo llevaba bolsas con símbolos de marcas, pero nadie en ese autobús llevaba nada de valor dentro. La tenía desde el año pasado, de una vez que la tienda hizo un 70% de descuento. La guardadaba en un cajón de la cocina con el resto de bolsas del mismo tipo. Una pequeña colección. Elegía la bolsa dependiendo del día, del tiempo, del humor. Pero dentro siempre llevaba el uniforme.
Iba abrigada, demasiado. Dos pares de calcetines, guantes, bufanda, gorro, un abrigo muy grande, muy viejo. No se depilaba, nunca, ninguna parte de su cuerpo.
La gente en el autobús no hablaba, no se miraba...tenían la vista fijada en el infinito de la avenida que cruzaba la ciudad. La mayoría olía a nada, u olía mal. No perfumes en ese autobús. La mayoría tenían los dientes y las uñas amarillos, comían mal, dormían en colchones viejos, en casas viejas.
Su cortesía era un signo de obligación, de disimulo. Si no fueran corteses tendrían que decir lo que pensaban, tendrían que preguntar por qué vivían así, por qué de ese modo, por qué todos, del mismo color, en la misma parte de la ciudad. Por qué ella no iba al médico desde hacía 12 años; ya ni se acordaba de preguntárselo, pero está claro que le dolía un pulmón. Pero ese país no estaba preparado para contestar, y nadie sabía cómo hacer esas preguntas. Preguntas indiscretas, maleducadas, en el país más avanzado del mundo, en la tierra de la abundancia. Así que ella no preguntaba, en realidad nunca se le ocurrió hacerlo.
Pero ella pensaba que no era pobre, porque no vivía en la calle.